Más allá de veleidades personalistas basadas en el más profundo e irreconciliable narcisismo, la democracia auténtica o la bananera, tiene un perfil lúdico que, por serio y trascendente no deja de tener en común, con el juego, un cierto número de reglas que concluyen en reconocer al que gana y al que pierde, a los que ganan y a los que pierden.
En este sentido, y como bien comentaba Ignacio Urquizu en las estupendas Jornadas organizadas por la Fundación Presidente Rodriguez Ibarra, lo primero que debe hacer un demócrata –no basta con decirlo- es aceptar su derrota.
Por otro lado es evidente que una gran diferencia entre democracia y juego radica en el eminente carácter objetivo de la primera: gana quien convence, quien convence consigue más votos y quien consigue más votos tiene la legitimidad de los votantes por el tiempo estipulado en un acuerdo escrito en las reglas internas de los partidos o en la misma Constitución, haciendo de la política la herramienta imprescindible para transformar los problemas de la gente en esperanza y atención humana.
En una democracia real no sirve apostar por infantilismos formales si hay representantes políticos que aún no se han enterado que son servidores públicos y objeto de las necesarias interpelaciones ciudadanas. Tampoco nos vale creer que la transparencia absoluta está en las redes sociales y sólo en las redes sociales o creer que la credibilidad descansa en cómo formular un escenario y si el ponente habla en vertical o en horizontal. Si pensamos así estamos equivocados.
La Democracia hoy –partidos políticos- debe limpiar de su seno a los corruptos, debe atender a la gente desde la creación intermedia de filtros que permitan a la ciudadanía complementar la labor política y con una transformación que haga de Asambleas y Congresos, no un escaparate, sino una realidad del pensamiento de la gente.
Manuel Marín decía que estamos llenos de eslóganes pero que carecemos de contenido y no le falta razón. Muchos de los teóricos del fariseísmo maquillan el sistema para potenciar la lógica de la subsistencia y no la lógica de la perseverancia, la interpelación y el mérito. Qué menos que ponerse de frente a los electores y sostenerse en las convicciones para luego aprender de la gente lo que necesita el sistema para dar la mejor respuesta posible a nuestras imperfecciones sociales.
La Democracia real no es cuestión de maquillajes sino de compañías. Estar junto a la ciudadanía si la gente te quiere y de lo contrario, aportar en la sombra alguna idea que, para bien o para mal, hable sinceramente del “nosotros” cuando ganamos pero sobre todo, cuando se pierde, en lealtad, todos juntos.
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